El embrujo de la literatura vuelve a tentarme. No lo consigo, me despisto, pienso en mil cosas y acabo volviendo a la noche. Murakami sabe demasiado de eso y es imposible no pensar en sus personajes, en sus historias, en su caos. La música inunda la sangre de sus venas. Siempre está presente el piano.
Sería capaz de releermelo página a página, pero recaigo y cambio. Soy de nombres.
Me falta algo. Prefiero no pensarlo y seguir engañándome hasta darme cuenta. Encajo mis pies con mis huellas y sigue sobrando espacio. Necesito llenarlo, completar esos milímetros que me arrinconan. Dejémoslo en que hoy, tocaba la literatura.
El secreto inconfesable se rompió en sus labios cuando, quizás soñando, la sombra de una sonrisa se posó en la imagen que luego le hizo despertar.
Convertido en un punto de vista omnisciente, reaccionamos ante cualquier movimiento y ruido. La tos de aquel pájaro perturba nuestra mente mientras pensamos que nos observa con una mirada llena de odio. Envidia diría yo.
Volar ya no es una obsesión, es una necesidad restringida por la realidad, es un presagio del primer indicio de la mañana.
La grieta a este lado se sigue abriendo.
Seguimos observando desde la cama cómo la luz avanza inevitablemente hasta su meta.
La luz de la mañana hoy sí se repite con el mismo llanto de ayer. La noche ha acabado, ya falta menos para que nos visiten de nuevo las tinieblas.
Vacilo sobre la nueva luz de las calles cuando llega de nuevo la medianoche. Las nubes desaparecen bajo la luna. Su cuarto creciente sigue indemne entre el destello negro de las sombras como un mensaje oculto en la lejanía. La duda olvida la dualidad y se queda con la soledad de la noche.
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